Dios no es bueno. Para poder volver a creer me tocó limpiar todos esos dogmas de fe, que hoy me parecen una caricatura

Me educaron en colegio católico, pero pasados los quince años, mi conexión con algo superior estaba congelada, casi muerta. Empecé a llenarme de miedo cuando, al pronunciar la palabra Dios, sentía que estaba hablando de un amigo imaginario, porque si ese amigo no existía, la cosa iba a ponerse bien jodida. Tengo que reconocer que las clases de religión me dejaron lo mejor que tengo en la vida, eso sí. La lectura asidua de aquel libro sagrado y oír a mi profesora Carmencita, apasionada como nadie con la religión, contando esos dramas bíblicos sembraron en mí la semilla de un afán: el de contar historias.Pero cuando tuve la necesidad de una verdadera espiritualidad no me sirvió de nada la religión, por no decir que incluso la tradición judeocristiana de la culpa obstaculizó mi camino a la fe. No entendía por qué me resistía a aceptar que algo más grande que yo se encargaba del insignificante argumento de mi vida, hasta que empecé a hacer yoga y a experimentar un nuevo despertar espiritual desprovisto de figuras atemorizantes que más que pensarse, se sentía con el cuerpo, con la respiración.

¡Cómo iba a querer creer en un Dios que, además de ser un macho que preña a una mujer como por arte de magia, es un tipo al que se le rinde pleitesía llamándolo Señor, mientras que él premia y castiga según lo que le parezca bien o mal! ¡Cómo iba a querer respetar la voluntad de ese señor que además me obligan a creer que nos creó a su imagen y semejanza (vanidad humana, divino tesoro) por miedo a que me castigara! Era de esperarse que mi camino hacia la fe estuviera más que truncado.

Para poder volver a creer me tocó limpiar todos esos dogmas de fe, que hoy en día me parecen una caricatura, y arrancar de ceros con mi propia caricatura, lo cual implicaba dos cosas imprescindibles: uno, dejar de creer que Dios era un coprotagonista de mi vida con el que podía negociar; y dos, entender que no era ni bueno ni malo.

Hoy me atrevo a botarles este flotador de antiayuda a los que se sienten desconectados, por si quisieran echar mano de él en aguas turbulentas. Sé que mi propia idea de él (¿ella, ello?) no es nueva en el mundo, que muy seguramente también resulte una caricatura para otros y que no está ni cerquita de ser todo lo que Dios es, porque es todo y nuestras cabezas de chorlito no pueden abarcarlo todo, pero creo, en primera instancia, que no somos tan importantes para Dios. Simplemente nos contiene.


Dios es como un río en el que estamos inmersos. En sus aguas residen también lo bueno en lo malo y lo malo en lo bueno. Resistirse a su cauce es agotador. Antes cantaba orgullosa aquella canción de Calamaro como si fuera un himno: “siempre seguí la misma dirección, la difícil, la que usa el salmón”. Mis días de salmón ya acabaron. Prefiero dejarme llevar por el río hasta llegar a la orilla a la que me haya de llevar. Hago lo mío y nado, claro. Pero no contra la corriente.

Para perder el miedo de ahogarme recuerdo que el amor de Dios me hizo pez y me repito mil veces aquella frase de Ray Loriga que dice: “Ni lo bueno ni lo malo se detiene a revisar nuestros cálculos, ni aprecia nuestros esfuerzos. Simplemente sucede”. Es la causa natural de nuestras acciones, no un castigo divino o una medalla al buen comportamiento. Uno puede portarse muy bien y le da cáncer, o portarse muy mal y ganarse la lotería. Dios es el azar mismo, la posibilidad de experimentar estar vivos en las buenas y en las malas. Dios no es bueno. Dios simplemente es. Nosotros solo tenemos que nadar y, en mi caso, nadar es escribir. Por lo visto, mis clases de religión sí sirvieron para algo.

Por Margarita Posada J.
@SrtaBovary
Autora de 'Las muertes chiquitas'